La luz roja se activa y el cronómetro comienza a correr.
Son 40 segundos de los que dispone el guatemalteco Manolo Umaña, desde que se quita la gorra y hace una inflexión para dar la bienvenida a su nuevo público, hasta que logra detener la marcha circular de las tres clavas que administra con sus manos hábiles.
En los últimos 10 segundos, este malabarista, armado con una sonrisa en el rostro, dispone de su sombrero para pasar frente a las ventanas de los autos en busca de una retribución por su breve espectáculo.
Es así que Umaña, quien lleva dos meses de estar en el país, forma parte de ese grupo de artistas de la calle que se apuestan en más de un semáforo de las principales avenidas de la ciudad.
No solo se trata de extranjeros que con un trabajo informal pagan su estadía en el país, también hay malabaristas panameños. En su mayoría son indígenas gunas, que han encontrado en esta práctica una forma de sostenerse económicamente.
Alvis De la Ossa es uno de ellos, y asegura que como él hay una docena de gunas más en esas lides. Incluso, están organizados y practican en los centros culturales de su etnia, ubicados en Calidonia y Santa Ana.
En la actividad también están incursionando las mujeres. Es el caso de Laura López, quien es madre de dos niñas y hasta hace un mes empleada en un almacén.
La rentabilidad de lo que parece un pasatiempo es más alta de lo que se cree. Sin embargo, hay que tener autoestima, pues muchos de estos malabaristas reciben de sus espectadores insultos y ofensas en vez de una recompensa. Pero ellos se muestran optimistas y aseguran que lo mejor de su trabajo es que se divierten bastante.
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